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El falso profeta

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                                                                       I Cada año era como otra gota que caía sobre mi cabeza. Eso dijo antes de entender las palabras del mentado profeta. Proferidas como cintas de colores, como confeti que cae desde balcones en carnaval. Disfrazado con ropa heterogénea y barata, como la de los millones de jóvenes a quienes pretendía llegar. El así llamado profeta (no por su propia elección pero paladeando el término) se puso una piel de oveja  para acercarse y ser creído y querido por esos jóvenes a la vera y posteriores a todas las religiones, a todos los ismos, que se aglomeraban en los malles o sus cercanías.  Es que la urbe crecía y crecía pese a la oscura resistencia en su entraña o periferia. Sin importar las invocaciones a dioses, las autoinmolaciones que a veces asolaban los paseos públicos, la megaciudad se tragaba otro poblado, acogía en sus barriadas a otra horda de recién llegados que a poco andar ya no se dis